lunes, 26 de marzo de 2007

De Peñascosa a la Arteaga pasando por "los Serafines"

Los participantes: Luis Miguel (Pijus Máximus Potens), Ángel (Pijus Panorámicus Escalans), Quevedo (Pijus Garganter Gigans), Aitor (Pijus Coronillus Extraordinarius), Venancio (Pijus Costalatus Esplendor), Víctor (Pijus Máximus Invictus), Miguel (Pijus Audacius Valens), Idolina (Princeps Patitus Coronillus), Javi (Pijus Panorámicus Muñons), y como estrella invitada Juan (Pijus Scottibus Alcaracensis).

Acuden todos los coronillos voluntariosos a la llamada de su líder. Ésta vez en la casa capitular, en Peñascosa, corona de la Sierra de Alcaraz. Querer es poder y nueve esforzados coronillos, más Juan de Alcaraz -que completa la decena- nos encaminamos por la Senda Bermeja a enfrentarnos con nuestro destino: Un extravío, Una amenaza, Un cordero, Una proeza y Una avería.

La senda Bermeja conduce al grupo hacia un prado donde es posible ver a los aguiluchos parados y en actitud fotogénica. El coronillo hecho y derecho se complace en martirizar al fotógrafo que, muy raramente, consigue enfocarlo sobre su montura. Tras esta breve parada, todos se encaminan en pos de Juan de Alcaraz y Cohete Víctor, mientras los invisibles ojos del Gran Hermano controlan a los más regazados: Un servidor y el patito.














Un extravío. Gran Hermano pierde de vista por un momento al más muñón del grupo, que se interna entre la floresta tratando de seguir el pedaleo firme y decidido de un coronillo audaz, el intrépido Miguel; mientras, el resto del grupo, baja al encuentro del patito que dio un rodeo. El muñoncete extraviado, tarda un poco en orientarse y tras unas zarzas, unos golpecitos en las gónadas con la barra de su Conor, comienza a perder la calma. El gutural bramido de la berrea lo saca de su estupor …¿berrea? ¡si estamos en Marzo!. No, es Quevedo convocando al hijo pródigo que finalmente se orienta gracias al sonido firme de la garganta prodigiosa del más noble coronillo. Salvado, aunque con un huevo en algara, encuentro el camino.

Tras un rato de espera impaciente y amonestado por el líder que me quita sin dudar puntos para chica del mes, continuamos por una empinada senda hasta donde nos esperan el resto de coronillos.






Ahora, una bajada tendida y deliciosa nos lleva hasta una casa donde cogeremos otro carril divertido que conduce a la finca de Ángel, recóndito lugar de angostas quebradas, aldeas perdidas, caminos alfombrados de jugoso pasto y pastores de los de antes. De momento los coronillos avanzan alegres y animosos.



























La bajada termina en un punto de reunión bajo una, digo yo que frondosa, noguera que a su vez crece bajo una finca de tapiales en no muy mal estado que alberga, a su vez, un recoleto rebaño de corderas parideras vigilado por un celoso pastor.





Una amenaza. El avezado pastor aguarda a que el grupo de aguiluchos se reúna, mirando con actitud hosca pero reposada y cuando finalmente Ángel aparece, siendo como es el dueño y señor de la finca y el pastor su empleado, todos sienten un gran alivio, pues nunca un pastor tan pequeño infundió en un grupo tan granado un respeto tan intenso. Azuzado por la peculiar garganta de Quevedo –que le hace el paso al noble pastor- o llevado (quién sabe) por su exceso de celo, el pastor desciende con paso seguro y garrota oscilante, sin pararse a mirar si el que viene es dueño o siervo. El resultado es una estupenda foto que nunca llegué a tomar de la mirada de Ángel hacia el Serafín (que así se llama el pastor), idéntica a la que uno le echaría a su propio perro de presa si no se fiara de él.

Un cordero. Con mucho tacto, Ángel trata de tranquilizar al celoso guardián, que de nuevo entra en crisis tras confirmar lo que sus ojos adivinaban desde la loma: Una mujer en el grupo. Es por eso que me pongo en movimiento, ya que la garrota parece grande, pero no tanto como la ambición del Serafín. Finalmente, la nobleza del buen gañán se impone y lejos de tratar de molestar al patito, le agarra por la pata un cordero tal y como ella le pide. Víctor, por su parte, se lanza por un cantil, como siempre haciendo el cabra. Ternura y arrojo en Territorio Serafín.











Es hora de irnos, pero antes, el muñón que se perdió vuelve a la carga tratando de cruzar el arroyo que el pastor salvó con un solo salto apoyándose en el cayado. Sólo pondré la foto del intento, cuya autoría es de mi buen amigo Ángel que pudo contener la risa el tiempo suficiente para echarla. No así los demás aguiluchos, que pudieron reír con la tontería a sus anchas y a mi costa cuando finalmente casi caigo al arroyo.













El Serafín, algo mohíno por la despedida, ve como nos alejamos trepando por el sendero hasta la aldea abandonada de Arteaga de Abajo (aunque esté arriba, cosas de estas tierras) donde nos espera la proeza.






La proeza. Muchas fotos hay de éste fabuloso paraje y mucho se dice de las cualidades del que es, nuestro campeón indiscutible; pero lo cierto es que Víctor, el fabuloso trepa – muros, tiene una merecida fama de extraordinario ciclista. Simplemente colgaré la foto que lo acredita y otras que atestiguan el buen rollo que rodea a las salidas de los coronillos.













Una avería. Justo después de dejar la Arteaga, nos toca dirimir una cuestión de liderazgo entre el “Pijus Máximus Potens” (Luis Miguel) y el “Pijus Máximus Invictus” (Víctor) sobre qué piedrecita es la que ha fastidiado el desviador del plato del patito. Apelo a la memoria de los que estuvimos allí, y no revelaré quién tenía razón. Baste decir que cuando Luis Miguel sacó su piedrecita, el cambio seguía sin funcionar.
A todo esto, sigo sin poder concentrarme ni en el pedaleo, ni en el reportaje, pues no consigo sacarme de la cabeza la postura de Quevedo en un terraplén, con media bici fuera y de espaldas a la cámara, mostrando la parte menos llamativa de su llamativo culotte. En fin, que continuamos decididos por tierras de Peñascosa.



Es hora de regresar y Juan el de Alcaraz pincha, anunciando que regresa como pueda a su pueblo. Víctor se queda sin homólogo en esfuerzos. Al menos podría haber dejado la Scott, ya que estaba pinchada (Víctor le habría cambiado La Lagartija gustosamente aún pinchada). Todavía queda trecho para que Quevedo dé muestras de su extraordinario buen humor, atizando a Víctor algún que otro fraternal torniscón. Entre risas ya va habiendo hambre y la excursión parece que entra en una asfaltada recta final.














La fraternidad coronilla anuncia bonanza y un futuro prometedor. Los aguiluchos encaran el carril de la vida prometiendo una nueva salida más divertida aún si cabe que ésta, en la que he tenido el honor de participar.

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