martes, 3 de abril de 2007

A Letur por el paso del Almazarán

Un solo paso escarpado de elevados contrafuertes permite acceder al pueblo de Letur, que los árabes tuvieron a bien construir encima de un manantial de frescas aguas que brota en la cima de un risco elevado. Letur tiene los pies a la sombra, metidos en el valle del Segura al que debe su fertilidad y también su secular aislamiento.

Nunca llegó a construirse la carretera que debía acercar Letur a la gran urbe y que debía de pasar por el precioso paraje conocido como El Almazarán, el angosto paso sobre el río Segura que atraviesa las escarpaduras inaccesibles de la sierra excavada por el propio río. De otra forma quizás no tuviera esta pintoresca villa el halo de pequeña maravilla oculta que la hace especial ni se mantuviera tan limpio y natural el paso del Almazarán.

La excursión que disfruto con Ángel parte de la aldea de Peñarrubia, atraviesa un paraje de subidas y bajadas continuas llamado La Pinarosa, desciende por la rambla de El Entredicho hasta el paraje conocido como Almazarán, donde se cruza el río Segura. Subimos seguidamente la aldea abandonada de Las Tobillas y nos encaminamos al cruce del paso hasta las fértiles vegas y huertas de Letur, población a la que accedemos tras afrontar las empinadas rampas que nos suben desde el río a la cima del pueblo construido por los árabes sobre un manantial.

Es una excursión agradable, exigente físicamente, nada técnica y divertida, con un recorrido de subidas y bajadas muy revirado y entretenido. Trascurre por caminos abiertos, bosquetes de pinos, estrechos cantiles, aldeas abandonadas, ríos y arroyos… en fin, muy entretenida.


Empezamos en Peñarrubia, la aldea natal de mi padre. Un lugar metido en una curiosa hoya, protegido de las heladas, donde una curiosa formación geológica le presta su nombre y en el que muchas generaciones han cultivado almendros y olivos a la bonanza de su clima y últimamente un murciano emprendedor, cerezos de los que aún no hemos visto fruto.

La carretera en dirección a Elche de la Sierra nos lleva en un par de aburridos kilómetros de subida suave al camino forestal de La Pinarosa, donde realmente empieza nuestro recorrido. Pronto nos encontramos con una puerta de metal fácilmente franqueable que han colocado los propietarios de las fincas del lugar para tratar de paliar la plaga de los quads. Continuamos bajando y subiendo por un camino en buen estado que atraviesa una amable campiña.

Alternamos subidas con bajadas y partes a cielo abierto con caminos a cubierto entre los pinos. Tras unos cuantos desvíos, franqueamos otra puerta de metal –bendita sea si su uso es el que sospecho – y llegamos tras una bajada pronunciada hasta la rambla de El Entredicho, que seguiremos por un camino que transcurre paralelamente y que va cogiendo altura para luego perderla sin ton ni son. Los caminos no parecen muy lógicos en estas tierras, al menos en lo que a altimetría se refiere.

Pronto llegamos al río, un bonito paraje a unos 8 o 9 kilómetros de donde iniciamos la excursión. El Almazarán con su fantástico puente, absurdo, preñado de esperanzas y abortado de asfalto finalmente y digo yo, gracias a Dios, que se ha quedado un precioso camino de tierra para transitar tranquilamente al abrigo de la natural belleza de la sierra y no una fea carretera llena de curvas al amparo de infames desmontes.









Cruzando el río, encaramos un camino franqueado por choperas a la sombra de la elevada aldea de Las Tobillas, que tuvo que albergar al menos a treinta familias de habilidosos hortelanos, a juzgar por la forma en que modelaron el terreno. Nuestra imaginación vuela mientras ascendemos por una empinada senda hasta la aldea. Aquí tuvieron una vida dura pero tranquila al abrigo de los montes que rodean este enclave. Sólo un paso rompe el aislamiento de esta especie de anfiteatro natural, el que seguidamente cogemos, pero antes, una dolorosa subida de plato chico.












Nos hemos encaramado a la cocorota del paso, desde donde tenemos una panorámica de la puerta del paso y de la aldea elevada de Las Tobillas y ahora la excursión transcurre entre cantiles, pinos y aldeas ya abandonadas que jalonan nuestra bajada hasta el otro lado: la huerta de Letur.














Pasamos un caserío y el paisaje ya se ha abierto. Hemos atravesado el paso angosto y un arroyo nos corta el paso. Ángel se detiene y mira con esa sonrisa lobuna del niño travieso que va a… no, en este momento no se quiere mojar los pies y decide ser prudente, no vaya a ser que la cerveza en Letur se le amargue por tener los pies fríos. Cruza por un puente tendido a la manera de los hortelanos del lugar. A la vuelta, como buen coronillo, se mojará.










Enseguida comienzan las rampas de asfaltadas con cemento que salvan un desnivel importante pero accesible. Toda la excursión tenemos la sensación de que el nivel de exigencia física es menor que el que habíamos supuesto. Llegamos por fin a Letur, de enorme encanto.



Poco hay que decir: nos refrescamos, hacemos algo de turismo, unas cervezas en una agradable terraza, fotos y regreso. Volveremos por el mismo sitio a Peñarrubia y esto sigue sin parecernos demasiado duro, aunque al final de la jornada las piernas pesarán.













La bajada de Letur se hace interesante porque nos detenemos donde antes no pudimos hacerlo y las vistas son deliciosas de todo el hueco de Letur y del paso del Almazarán, por donde vinimos y a donde nos dirigimos de regreso.




Las rampas hasta Las Tobillas son más duras ahora, de hecho se puede apreciar en esta foto a Ángel como un obstinado pequeño punto trepando contra la gravedad por esta cuesta de plato chico, chico.
















Todo parece más duro, más cansado, pero no tanto como para dejar de apreciar la belleza del entorno y no sentimos aburrimiento por tener que volver por el mismo sitio. Pronto alcanzamos la puerta de hierro tras subir las cuestas del río y algo más tarde, llegamos a la primera puerta de hierro y la carretera que desciende hasta Peñarrubia.

En total, 36 kilómetros y ahora sí tenemos que decir basta. Nos espera una larga y reposada comida en Delfín, la posada de Peñarrubia donde nos tratan como a príncipes. Se nos hace tarde, se pone el sol, pero aún hay tiempo para una excursión a pie por los alrededores, por la tierra de mi padre Santiago, mi abuelo Andres y mi bisabuelo Santiago, del que dicen hizo amistad con una culebra que le guardaba de ratas el huerto y que era tan grande y vieja que hasta tenía pelo.

El sol se pone en Peñarrubia y la tranquilidad se cierne sobre todo. Letur parece más bonito cuando lo visitas por el camino más corto, pero a la vez más largo.

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